sábado, 18 de julio de 2015

Las gafas

Camilo observaba con inquina a la señora que acaparaba La Vanguardia.

"A ver si acaba de una vez. A este paso la vieja se va a leer hasta los clasificados".

Cuando al fin la vio cerrar el diario y levantarse para ir a pagar, Camilo saltó de su asiento y se apresuró a atrapar el diario como lo habría hecho un halcón con un conejo en la sierra castellana. Satisfecho, se sentó en su mesa y pasó la primera página.

"Ahora sólo falta que ese vago de camarero me traiga el café con leche de una vez. ¿Pero qué demonios hace ahora hablando con la vieja? Tío, que tienes trabajo, ponte a hacerlo".

Camilo levantó la mano y miró fijamente al chico con el ceño fruncido. Cuando logró entablar contacto visual con el camarero, éste esbozó un gesto de resignación, se despidió de la anciana y se dio la vuelta para poner una carga en la máquina del café. En menos de un minuto ya había dejado una taza blanca y humeante en la mesa del airado cliente.

"Ya era hora" - refunfuñó Camilo-. "En este país, o te pones duro o te toman por el pito del sereno".

Las noticias que leyó no  hicieron más que empeorar su estado de ánimo. Los moros con sus atentados, el gobierno con sus recortes y encima las acciones del Santander cayendo a plomo por culpa los soplagaitas de Grecia. Por si fuera poco, entre unas cosas y otras ya se le había pasado el tiempo del desayuno y no tuvo más remedio que hojear el periódico a toda prisa y beberse el café con leche en un par de tragos, con la rabia que da eso.

Dejó en la mesa su pequeño tesoro de papel y se dispuso a pagar. El camarero le atendió de forma educada pero distante. A cambio él no dejó propina. Bueno, de todos modos nunca lo hacía. 
De camino a la salida descubrió que había unas gafas sobre la mesa que había ocupado la vieja."Claro, se las habrá  olvidado porque ya chochea", se dijo . Entonces se le ocurrió que, a modo de venganza, se las podía quedar temporalmente. Sin gafas no podría usurparle el diario que él se merecía. Ella se lo quitaba  porque llegaba antes, y llegaba antes porque estaba jubilada y se pasaba el día en casa sin hacer nada, mano sobre mano, sólo esperando el momento de venir al bar a privarle a él de su pequeño placer del día. Por supuesto que al cabo de unos días se las devolvería, no era tan mala persona.

Las tomó disimuladamente al pasar por delante de la mesa y, en un acto impulsivo, se las colocó. No sabría decir por qué hizo tal cosa: lo de ponerse las gafas de otro es una reacción propia de críos y no de adultos. "Para disimular", racionalizó después.

Con aquellas lentes frente a sus ojos esperaba verlo todo borroso, pero no, al contrario, ahora veía estupendamente. De hecho el local ahora parecía mucho más luminoso. Al salir a la calle el efecto se mantuvo. Hacía un día soleado y ligeramente cálido. Los arbolitos  de la acera eran un puro estallido de flores lila sobre fondo verde. Qué gran mañana. ¿Cómo no se había percatado antes? Sus pensamientos fueron interrumpidos por un perrito que se escabulló del control de una señora y se acercó a ponerle las patas encima. Habitualmente aquella clase de cosas le molestaban, y mucho, pero el animal se veía tan adorable y cariñoso que no pudo menos que sonreir y rascarle detrás de las orejas.

El resto del día fue sorprendentemente agradable. La faena no se hizo tan aburrida, el aire acondicionado no estaba tan frío y sus compañeros no fueron tan bordes como en otras ocasiones. Volvió a casa dando un paseo.  Cenó unas alcachofas al horno y una tortilla de jamón y, mientras comía, se maravilló de que unos platos tan sencillos pudieran ser tan exquisitos. "Al fin y al cabo", pensó, "no es necesario ir a un restaurante de lujo para disfrutar de la comida".

Aquella noche durmió bien y al día siguiente, por supuesto, lo primero que hizo al salir de la ducha fue ponerse las gafas. El resto la semana las cosas no hicieron sino mejorar. Llamó a sus padres y no se  agobió por ello.  En el ascensor se atrevió a hablarle por fin a la vecina soltera del sexto piso con un resultado que pudo calificar de prometedor. El viernes un compañero le invitó a unirse a su grupo del desayuno y no volvió a necesitar de un periódico a la hora de su café. 

No se engañaba: el mérito era de las gafas. Tal vez cuando las devolviera todo volvería a ser como antes, pero aún así pensó que debía hacerlo, precisamente porque su nuevo estado de ánimo le impedía ser tan mezquino. Era consciente de que las necesitaba, que eran la fuente de su bienestar, y por eso se resistió; lo retrasó tanto como pudo, pero finalmente admitió que no podía continuar con aquel cargo de conciencia. Habiéndole quitado las gafas a la anciana posiblemente le había robado su felicidad. No podía vivir con una felicidad robada, debía devolvésela a su legítima propietaria.

El día en que se armó de valor y regresó a la cafetería era también soleado y ligeramente cálido. Allí, donde tantas veces había desayunado sólo y sin  más compañía que unas hojas de papel, encontró a la anciana en su mesa de siempre."Y como no, con el periódico bien trincado", se dijo en broma. Se quitó las gafas y se acercó a ella.

- Señora.

La mujer levantó la vista y sonrió. Aquella mirada le hizo aún más difícil confesar su crimen.

- Creo que estas gafas son suyas. Las encontré en su mesa hace unas semanas y las he tenido desde entonces. Lo siento de veras.

- No se preocupe, joven, ya no las necesito -respondió ella-. Y a juzgar por su aspecto diría que usted tampoco. Quizá va siendo hora de que se las deje olvidadas en alguna mesa - le dijo, cerrando la frase con un guiño.