viernes, 21 de agosto de 2009

Poco dormir y mucho polvo.


Como todas las mañana desde que estoy de vacaciones, a las ocho de la mañana, puntual como un reloj, comienza a sonar la taladradora en la calle. Son las cosas del plan Zapatero contra la crisis: Por lo visto hace falta levantar todas las aceras y volverlas a poner como antes. Todo sea por la economía.

Digo yo que, si lo imporante es crear puestos de trabajo para reactivar la economía, ¿No podían haberse limitado a darles el dinero a los empleados y que se quedaran en casa? Así podríamos dormir todos, circular por las calles y descansar tranquilos. Además, se ahorraría dinero en combustible y en los recambios de la puñetera maquinaria pesada, que la verdad, sí que es pesada. Total, para levantar y volver a poner las aceras, sería suficietne ponernos de acuerdo para imaginarnos que el trabajo se ha hecho. Si es necesario estoy dispuesto a salir a la calle y decir "Oh, pero que bien ha quedado la acera". Todo sea por la economía.

Pero no, se ve que para ayudar a la economía se tiene que crear la ilusión de que hay trabajo de verdad y no que el gobierno está pagando a un monton de gente para hacer el tonto. No queda más remedio que aguantar el TOC TOC TOC de ocho a seis, madrugar de forma involuntaria y cargar todos los días con varios kilos de sueño, porque claro, en vacaciones a ver quien piensa en acostarse temprano por mucho que se haya quedado con una taladradora a primera hora de la mañana. En fin, todo sea por la economía.

Otro efecto del plan Zapatero es que si abres las ventanas se te llena la casa de polvo. Como no tengo aire acondicionado y calor no es que haga poco, o las abro o me cuezo, así que las abro, y claro, entra tanto polvo como el que pueda caber en las habitaciones. Y tambien el ruído. TOC TOC TOC.... Mientras escribo estas líneas el café se desplaza sobre la mesa del escritorio por causa de la vibración. Pero bueno, todo sea por la economía.

Al menos, cuando vuelva al trabajo y me pregunten los compañeros "¿Como te han ido las vacaciones?", les podré responder "Uy, pues poco dormir y mucho polvo".

miércoles, 25 de febrero de 2009

Así era mi abuelo.


Con menos edad de la que se necesita hoy en día para comprar tabaco, le dieron un fusil y le mandaron a pegar tiros. En la guerra durmió en el monte, tapado por una manta y a veces también por la nieve. Sufrió bombardeos, se escondió de esos monstruos de metal que llaman tanques y se despidió de un buen amigo mirándole a los ojos mientras la existencia se le escapaba por el cráneo abierto. Pero salió adelante, la vida no pudo con él.

Después de la guerra pasó hambre. Trabajó tierras que ya nadie cultiva por duras y demasiado alejadas y obtuvo un alimento que en la mayor parte era requisado por la dictadura para que no se notara carestía en el recionamiento de las capitales. Escondió algo de grano en los sitios más insospechados y fue a molerlo de noche, ganándo así el pan de sus hijos. Y la vida no pudo con él.

Trabajó de mañana en la azucarera de un cacique y por la tarde labró la tierra que ese mismo hombre le alquilaba. Se construyó una casa con sus propias manos, mezclando barro y paja, y recubriendo las paredes de cal. Y no, la vida no pudo con él.

Murió su esposa.

Se casó por segunda vez y se fue a vivir al pueblo. Fue feliz discutiendo con aquella mujer de tanto carácter como él, pero un día ella dejó de discutir, después de hablar y, finalmente, de caminar: son las cosas que trae el alzeimer. Él se mantuvo a su lado, la dio de comer, la lavó y la vistió cada día, negándose a escuchar a quienes le aconsejaban internarla en una residencia. Y aún la vida no pudo con él.

Ingresado en el hospital, con una maraña de tubos y cables saliendo de él, clamó a su hija “Desátame, que estas malditas me han atado como a un perro”. “Papá”, le dijo ella, “lo hacen para que no te muevas y se escapen los catéteres”. Entonces se dejó caer y su cabeza se hundió en la almohada. Una lágrima resbaló por su mejilla porque al fin lo había comprendido: La vida gana siempre.

Al día siguiente falleció en el hospital de Antequera a la edad de ochenta y ocho años.

martes, 13 de enero de 2009

Cualquier lugar pasado fue mejor.


El domingo estuve paseando por el pueblo en el que viven mis padres, donde me crié, a donde pertenece mi infancia. Aunque llevo más de veinte años sin vivir en él, todavía me cuesta esfuerzo decir que no soy de allí si no de donde resido.

Por eso ha sido duro comprobar que aquel lugar, el de mi niñez, ya sólo existe en mi recuerdo. La ha  suplantado una medio-ciudad que me resulta extraña. El reencuentro fue como esas cenas de compañeros de instituto que se hacen veinte años más tarde, donde los adolescentes se han vuelto gordos, calvos y se mueven despacio, donde aquella chica que habitaba en tus sueños nocturnos ahora tiene bolsas en los ojos y el rostro cansado.

La fuente de los enamorados, a la que íbamos de excursión con el bocadillo y la fanta naranja de envase retornable, ha sido cercada por viviendas y se ha convertido en una especie de jardincito urbano. El campanario de la ermita que dominaba el pueblo desde lo alto de una colina, ahora apenas se vislumbra entre los tejados de las viviendas de nueva construcción. La mansión señorial por la que pasaba todos los días de camino al colegio la tiraron abajo para levantar bloques. El cine Cataluña, donde vi La Guerra de las Galaxias dos veces, porque era sesión era doble y continua, también fue derribada para...construir más bloques. Sí, se ha edificado mucho por allí ultimamente.

Las calles del centro tampoco son las mismas. La tienda de Can Catarineu es ahora un todo a cien. La oficina de correos es un restaurante. No está ni la papelería “El Nus”, ni la librería de la avenida de la paz ni, por supuesto, el salón recreativo en el que me gastaba la paga semanal. El campo de futbol ya no es un patatal, si no un mini-estado con tribuna acristalada y césped artificial. La plaza del pueblo es una superficie gris y fría, perpetrada por el arquitecto guay de turno.

Me planteé visitar a algún conocido de los que todavía vivieran allí, pero me di cuenta de que no quedaba ninguno. Los amigos que he mantenido se han trasladado y, los que no he mantenido, no tengo ni idea de donde pueden residir. Posiblemente en alguna de esas viviendas que rodean la fuente de los enamorados, con su mujer y un par de hijos.

Acabé metido en un bar para que terminar de pasar la mañana leyendo el diario y tomando un café con leche y un donut. Tras la barra un jovencito se reía de los meapinos, esa gente del área metropolitana que invade el pueblo los domingos, de camino a sus excursiones de dos horas por el campo. No supe si debía sentirme aludido o no.

domingo, 11 de enero de 2009

Nota personal I

Si la vida es sueño, mañana voy a estar lleno de vida: Se me acaban las vacaciones.