miércoles, 25 de febrero de 2009

Así era mi abuelo.


Con menos edad de la que se necesita hoy en día para comprar tabaco, le dieron un fusil y le mandaron a pegar tiros. En la guerra durmió en el monte, tapado por una manta y a veces también por la nieve. Sufrió bombardeos, se escondió de esos monstruos de metal que llaman tanques y se despidió de un buen amigo mirándole a los ojos mientras la existencia se le escapaba por el cráneo abierto. Pero salió adelante, la vida no pudo con él.

Después de la guerra pasó hambre. Trabajó tierras que ya nadie cultiva por duras y demasiado alejadas y obtuvo un alimento que en la mayor parte era requisado por la dictadura para que no se notara carestía en el recionamiento de las capitales. Escondió algo de grano en los sitios más insospechados y fue a molerlo de noche, ganándo así el pan de sus hijos. Y la vida no pudo con él.

Trabajó de mañana en la azucarera de un cacique y por la tarde labró la tierra que ese mismo hombre le alquilaba. Se construyó una casa con sus propias manos, mezclando barro y paja, y recubriendo las paredes de cal. Y no, la vida no pudo con él.

Murió su esposa.

Se casó por segunda vez y se fue a vivir al pueblo. Fue feliz discutiendo con aquella mujer de tanto carácter como él, pero un día ella dejó de discutir, después de hablar y, finalmente, de caminar: son las cosas que trae el alzeimer. Él se mantuvo a su lado, la dio de comer, la lavó y la vistió cada día, negándose a escuchar a quienes le aconsejaban internarla en una residencia. Y aún la vida no pudo con él.

Ingresado en el hospital, con una maraña de tubos y cables saliendo de él, clamó a su hija “Desátame, que estas malditas me han atado como a un perro”. “Papá”, le dijo ella, “lo hacen para que no te muevas y se escapen los catéteres”. Entonces se dejó caer y su cabeza se hundió en la almohada. Una lágrima resbaló por su mejilla porque al fin lo había comprendido: La vida gana siempre.

Al día siguiente falleció en el hospital de Antequera a la edad de ochenta y ocho años.