viernes, 21 de septiembre de 2007

El demonio en casa.

Se que sigues ahí, esperándome en silencio. Desde que he llegado a casa no hago otra cosa que pensar en ti, lo sabes y por eso te ríes en tu habitación de cristal.

¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué te abrí las puertas de mi casa? La respuesta es que fui débil. Te vi allí, tan despreocupada junto al resto de tus compañeras, todas iguales, alineadas como un ejército de silenciosas muñecas que susurran con la mirada veladas promesas de placer prohibido...y no pude resistirme. Me engañé a mi mismo diciendo que aquello no tenía importancia, que el pecado no existe, que todo el mundo tiene derecho a transgredir las normas de vez en cuando…¡Ay, que insensato!

Aunque me llevas a revivir mi infancia, pensé que seríamos capaces de mantener una relación sobria y tranquila como los dos adultos que se supone somos: yo nací a finales de los años 60 y tú, bueno, creo que ya estabas aquí antes de que yo naciera, pero aun así, te conservas muy bien.

Ya sé que en el momento en que la pasión desbocada entra en una relación, las cosas siempre se complican. Por eso, en cuanto te tuve en mi casa, no me pude contener, me abalancé sobre ti sabiendo que ya eras mía, solo mía, y tu te dejaste hacer, complacida. Sabías que, en realidad, eras tú quien me poseía a mi.

Desde entonces no se cuantas veces me habré dicho “¡Ya basta! ¡Es suficiente!”, pero ha sido inútil, siempre he vuelto a por más. Y eso no puede ser bueno. ¿Cuántas veces lo hemos hecho hoy? ¿Cuatro? ¿Cinco? He perdido la cuenta.

Tengo que olvidarte, superar lo nuestro, pero me resulta imposible. Ahora mismo no puedo dejar de pensar en ti, en el dulce tacto de tu piel sobre mi boca y me cuesta concentrarme en lo que estoy escribiendo. Te vuelvo a necesitar, y tu puedes reirte, segura de tu triunfo.

Dentro de unos segundos me levantaré de esta silla, cruzaré el pasillo hasta la cocina y cogeré un cuchillo para ir a buscarte. Te agarraré con fuerza, te dejaré caer sobre la mesa y ya sabes lo que vendrá a continuación: te quitaré la tapa, meteré el cuchillo en tu vaso y luego te extenderé con generosidad sobre una rebanada de pan bimbo. “Maldita Nocilla”, pensaré, "pero demonios, que rica estás."