Al llegar en la consulta del fisio le saludo y me quito la ropa. Al terminar, me visto y le pago. Sólo se me ocurre otro oficio en el que se sigua esa pauta, con la diferencia de que me quedo en ropa interior y no desnudo del todo.
La sesión tiene sus momentos buenos y malos. Uno de los buenos es cuando me da el masaje en la espalda. Uno de los malos es cuando me cruje las cervicales girándome la cabeza con brusquedad, una cabeza que en ese momento se halla repleta de imágenes de películas en las que el Van Damme liquida a los centinelas con un movimiento muy parecido. Otro de los malos llega cuando me retuerce las muñecas para estirar los músculos del brazo, lo cual es muy doloroso y le dan a uno ganas de gritar “Sí, lo confieso, fui yo. Pare, y le diré donde está enterrado el dinero.” Es una suerte que no se le haya ocurrido preguntar en ese momento si no quiero apuntarme a su curso de yoga.
Pocas veces sucede algo en una de las visitas que no haya ocurrido en una visita anterior, pero la semana pasada se dio el caso. Yo permanecía tumbado boca abajo en la camilla y el me retorcía una pierna para estirar los musculos. De pronto, soltó mi extremidad y dijo “Voy a apagar la luz”. Su comentario me dejó intranquilo, como es natural. “¿No se supone que necesita luz para llevar a cabo su trabajo?”. Estar tumbado en calzoncillos boca abajo no es la mejor situación para que el único tío que está contigo diga “Voy a apagar la luz”.
Afortunadamente, me lo aclaró: “Es el día de los cinco minutos de apagón contra el cambio climático y ya es la hora.” Me tapó con una toalla para que no me enfriara y se marchó, dejandome solo y a oscuras. Le escuché caminar por el pasillo, apagando interruptores, y entró en la peluquería anexa regentada por su mujer. “Es la hora”, dijo. “Ah, Bueno”, respondió ella. “¿Qué pasa?”, preguntó otra voz que no identifiqué. “Es contra el cambio climático”, explicó él, “para que hagan algo”. Desde luego, pensé yo, hoy en día hacen las paredes que parecen de papel de fumar.
Mientras ellos comentaban a qué vecinos se les veía apagar la luz y a quienes no, yo meditaba bajo mi toalla acerca de la utilidad de la medida. Cinco minutos de apagón para que “hagan algo”. ¿Quiénes? “Ellos.” ¿Y quienes son “ellos”? ¿Los gobiernos? ¡Pero si son los primeros que se han apuntado a lo del apagón de cinco minutos! Además, en realidad sólo le dan a la gente lo que piden: energía barata, libertad para despilfarrarla y puestos de trabajo a cualquier precio. ¿Les votarían si multiplicaran por cuatro el recibo de la luz? ¿O si decretaran un tope de kilowatios a consumir por persona?.
Y es que la solución no está en “ellos”, sino en nosotros, el pueblo. Cada ciudadano debería estar dispuesto a sacrificar su propia comodidad por bien del planeta. Pero no lo estamos.
Consumidos los cinco minutos, le escuché hacer el camino de vuelta, encendiendo de nuevo las luces a su paso. Tanto la clinica como la peluquería volvieron a lucir por los cuatro cosados, la radio a sonar, la calefacción a calentar. Supongo que una hora mas tarde se irían a su casa en su coche y que en verano pondrán el aire acondicionado a tope. Pero eso sí, si se calienta el planeta no será por culpa suya, que han cumplido con su parte de mantener cinco minutos el apagón, será porque “ellos” no han hecho “algo”.
Entró el hippy-empresario en la habitación y encendió la luz de la sala. “Ya han pasado los cinco minutos, podemos continuar”. Me quitó la toalla de la espalda, me agarró la muñeca y empezó a retorcerla. “Esta bien”, pensé, “Prometo mantener los cinco minutos de apagón la próxima ves, pero para, por favor.”
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