Desde que me dio aquel ZAS en la espalda que me dejó hecho un cuatro durante dos semanas voy al fisioterapeuta cada mes. Este hombre es un tipo que, por su melena, sus gafas redondas y sus sandalias de cuero, cualquiera diría que es hippie, pero su figura de San Pancracio con un euro atado al brazo, para atraer riqueza, dícen, sus tarifas y el ánimo con el que me presiona para que me apunte a sus clases de Yoga, hacen ver que su auténtica vocación es la de empresario.
Todavía recuerdo cuando me hice el esguince, dos años después de lo de la espalda. Me lo encontré por la calle al volver del médico, caminando a saltitos y apoyado en la muleta que me habían prestado, se me acercó desde la acera del otro lado, imagino que frotándose mentalmente las manos, y me dijo “Vaya por Diós, un esguince”, pero luego añadió que, afortunadamente, él me podría ayudar y que debía acudir a su consulta aquella misma tarde.
Le hice caso y ya lo creo que me ayudó, en parte por el masaje en la pierna y en parte por que, con el bolsillo ligero, se camina mejor. Además de la sesión de masaje, me encasquetó un vale para 20 sesiones de calambrazos en la pantorrilla y unos remedios naturales que me vendrían bien, a saber, una bolsa de arcilla y unas cápsulas de extracto de abeto de las que debería tomar dos al día. Total, que cuando llegué a casa con mi paquete de medio kilo de tierra y un bote de hojas de abeto, por lo que había pagado veinticuatro euros, me miré al espejo y me pregunté si esa cara de tonto me había salido ahora o ya la tenía de por la mañana.
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